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Nombrar la salud mental

Una deuda de nuestro sistema de salud

Larissa Arroyo [email protected] | Jueves 06 junio, 2019


Los Pride Awards de este 2019 serán muy importantes para mí. El año pasado, el día en que se celebraría este evento, fui por la mañana a hacer una entrevista para una investigación para una consultoría. No tenía la menor idea de que la razón del dolor paralizante que había tenido por días, se había convertido en peritonitis y que mi vida estaba en riesgo. Aguantarme el dolor me había puesto en riesgo. Dolor físico pero también el dolor emocional del estrés del trabajo, del activismo, de las elecciones presidenciales y de una resolución amorosa de una relación de 4 años. Aguantarme el dolor yo lo interpreté como valentía, pero en realidad había sido una condena a muerte.

En los 40 años que tenía, nunca había recurrido a la Caja Costarricense del Seguro Social (C.C.S.S.) más que para algunas citas al Ebais, algunos exámenes de rutina y consultas generales. Nunca me habían operado, y para cosas un poco más graves siempre había ido al sector privado. Por eso, cuando el doctor privado que me vio, me dijo que era peritonitis y que era necesario que fuera inmediatamente a un hospital, le pregunté con una total inocencia si podía tomarme unos minutos para pensar si era mejor público o privado. Yo para ese momento, no sabía que mi caso se complicaría y que de haber ido a un hospital privado hubiera pagado casi 10 millones de colones, los cuales obviamente no tenía. Agradecí que esta emergencia médica me hubiera ocurrido en Costa Rica.

A la hora en que las personas en el Magaly desfilaban para disfrutar del espectáculo de los Pride Awards, yo estaba en una silla de ruedas, asustada, casi desmayada del dolor, sin familia cercana, preocupada por las obligaciones laborales y de activismo, y preguntando si era factible que de ese día –martes- al jueves pudiera recuperarme para poder dar un taller en México. Ahora pienso que lo absurdo de la pregunta tenía que ver más con mi negación del peligro en el que estaba, más que con la falta de conciencia de mi mortalidad. Terminé afortunadamente con vida, en el Hospital Calderón Guardia, porque por razones absurdas, decidí que era mejor perder todo el tiempo que requiere atravesar la ciudad desde Lindora, con tal de quedar más cerca de casa. El médico que me atendió me insistió en que de haber llegado unas 3 horas más tarde, la historia hubiera sido otra y no la hubiera podido contar yo.

Pasaron menos de 2 horas, desde que llegué a Emergencias hasta que me pusieron en la mesa de operación. La rapidez y la calidez del médico que me atendió fue excepcional. Cuando abrí los ojos, estaba en un salón de atención post operatoria. Alguien gritaba mi nombre pero no sabía quién era o qué quería. Tenía mucho dolor y yo sólo quería dormir. Era el doctor que me decía que todo había ido bien. Yo sólo quería saber cuándo saldría de ahí. Jamás me imaginé lo que vendría después.

La madrugada del miércoles fue interminable. Quería dormir pero el dolor era atroz. No podía moverme, no podía gritar. Sólo podía llorar sabiendo, además, que otras personas estaban peores que yo, y que no era conveniente hacer ruido. Obscuridad absoluta, soledad infinita y llantos en otras camas.

Para cuando tuve conciencia y pasó otro doctor, quise que me explicara qué había pasado, qué me habían hecho, cuál era el pronóstico, cuándo iba a cesar el dolor, cuáles eran los cuidados que tenía que tener, cuáles eran los riesgos, cuándo podría irme a casa. Yo quería que me explicara todo, pero él me dijo que tenía que recuperarme y que volverían a chequearme en unas horas. Leer el expediente era imposible. Había poca información, la letra era ilegible y el lenguaje era incomprensible, así que cada vez que venía alguien que yo identificaba como doctor - en su gran mayoría fueron hombres - yo preguntaba lo mismo una y otra vez: quería tener certeza que el pánico que me recorría la mente y el cuerpo era infundado.

Estaba incomunicada. No sabía qué ocurría con mi cuerpo y con mi recuperación. Incluso ir al baño era un martirio, pues el dolor no me permitía moverme. Las curaciones me aterraban, aunque conscientemente sabía que eran imprescindibles. Los gritos de los pacientes de las otras camas eran espantosos. Me vino la menstruación, yo creo que del miedo y del estrés, pero en medio del dolor postoperatorio, los dolores mestruales parecieron desaparecer. Yo no quería morirme, y llorar ya ni siquiera era una opción. Mi cuerpo no era mío. Era del personal de salud.

Nubes y un campo abierto

Fotografía propia Sir Seretse Khama International Airport.

Mi cama daba a la ventana. A través de ésta podía ver las nubes. Eran nubes que nunca había visto. Eran figuras. Figuras animadas. Yo que ni sentía fuerza para hacer nada, pensaba que era una lástima que nunca antes hubiera podido dibujar porque esas figuras eran increíbles. Y en medio de las nubes, pensé en cómo quería que hubiera una solución mágico-religiosa para que el dolor desapareciera, pensé en que amaba a mi familia, en que me sentía contenta en haber vivido mi vida de la mejor manera en que había podido, haciendo lo correcto y en cómo no me arrepentía de ninguna de mis escogencias en la vida, pero sobre todo pensé en que no quería morirme porque habían muchas más cosas que todavía quería hacer. Y a pesar de todo esto, también pensé que no estaba dispuesta a vivir con ese dolor. Prefería morir a tener que soportar algo así mucho más. Ideas suicidas. En blanco y negro. Tuve perfectamente claro lo que quería.

Estaba muy consciente de que había pasado por un evento traumático, de que estaba sola y que no lo podía manejar, así que en esa plena conciencia y racionalidad, convencida del poder de la ciencia, supe que necesitaba a una persona profesional en salud mental, y en cuanto pasó la enfermera de turno, le dije que necesitaba alguien de salud mental, pregunté cómo hacía para gestionarlo. Ella me dijo que eso no le correspondía a ella, que le tenía que decir al médico. En la primera ronda que hizo el doctor, le agradecí a ella, que inmediatamente se le acercara y le dijera que le tenía que hablar acerca de mí. Estaba tan aliviada de que por fin iba a tener alguien con quién hablar acerca de las emociones y sentimientos que tenía y que sabía que eran generados por el dolor. Hasta que ella se le acercó y le susurró tapándose un poco la boca, aunque yo la pude oír: “Ella dice que necesita alguien de salud mental”, entonces lo supe. Había pedido lo imposible. Obviamente, nunca llegó nadie. El estigma imperó.

Me sentí tonta, pero sobre todo desamparada. Estaba en un área donde solo me podían visitar una hora al día y no podía pensar bien para poder revelar todo lo que estaba pasando. Pasé días sin saber si me dejarían salir. No podía defenderme a mí misma y lo sabía. A pesar de ser vegetariana, y que me causara una absoluta repulsión, terminé tomándome el caldo de carne, pues no había más opciones; además, necesitaba recuperarme y obtener la salida. La tortura de no poder salir, del dolor, de la soledad y de que nadie me explicara qué era lo que le pasaba a mi cuerpo que no respondía, ni el procedimiento hospitalario. Los vómitos, la incontinencia, las vívidas imágenes en las nubes y en las paredes. Me sentía sola y desesperada. No podía comer nada y bajé 7 kilos en pocos días.

Cuando salí, tuve que esperar días para que me pudieran visitar, otros días más para que mi perro pudiera venir a estar conmigo y muchas más semanas para poder salir de mi apartamento. 36 días de incapacidad si mal no recuerdo. Una eternidad que sí recuerdo bien. Y fue mucho tiempo después que me puse a buscar sobre los medicamentos que me habían dado. El Tramal puede causar adicción además de alucinaciones, afectación emocional, náuseas, temblor, entre otros. Cesar su consumo también tiene efectos que nunca me explicaron. Las hermosas imágenes en las nubes nunca fueron reales, probablemente el pánico y la paranoia tampoco.

El derecho a la salud y el derecho a la autonomía, implican necesariamente que me expliquen qué es lo que me pasa, cuáles son las opciones de tratamientos, cuáles son los efectos de los medicamentos y, por supuesto, debería incluir el reconocimiento a la salud mental y su atención.

Me tomó meses pensar en todo esto sin llorar y me tomó un año escribir acerca de cómo la C.C.S.S. me salvó la vida y me pudo haberla hecho perderla al negarme atención a salud mental. Esto aunado a otras claras violaciones como el uso de la fuerza física por uno de los enfermeros para que me quedara acostada ante mi pánico ante la reacción a otro medicamento que nunca se consignó en el expediente, me deja pensando como la C.C.S.S. maneja la salud mental en todos los casos y particularmente en aquellos en donde la vida está en peligro.

Atardecer

Fotografía propia Bamalete-Tlokweng.






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