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Martes, 15 de abril de 2025



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Sin disenso no hay democracia: la crítica como deber patriótico

Juan Carlos Castro Loría [email protected] | Lunes 07 abril, 2025


Juan Carlos Castro Loría


Cuando el poder se concentra sin control, nace una peligrosa ilusión: creer que gobernar otorga impunidad. Se desdibuja el límite entre autoridad y arbitrariedad. En ese terreno, la ley deja de ser un marco para convertirse en obstáculo. Se pierde el respeto por la crítica. Desaparece el deber de rendir cuentas.

El aislamiento del poder no es solo físico o institucional. Es también mental. Quien se rodea de aduladores deja de escuchar. Solo oye lo que quiere. Ve lo que le conviene. Así, la soberbia reemplaza al juicio, y el desdén por las consecuencias se vuelve norma. Las decisiones se toman en el vacío, lejos del clamor ciudadano y de la realidad.

Hoy, ese aislamiento encuentra nuevos aliados. La tecnología, cuando se pone al servicio del autoritarismo, perfecciona la distorsión. Redes sociales y algoritmos reemplazan al debate. La información se manipula con precisión quirúrgica. Se falsean los hechos. Se silencia al disidente. La posverdad se impone como estrategia.

Este modelo no solo blinda al poder. Busca también desarmar a la sociedad. Se promueve la confusión, se estimula el miedo. Se rompe el vínculo entre el ciudadano y la verdad. La información confiable se diluye entre ruido y propaganda. Así, el pensamiento crítico se atrofia.

La idea de que gobernar sin límites es posible, más que una expresión de arrogancia, es una amenaza seria. Porque cuando la verdad se convierte en enemiga del sistema, la represión deja de ser excepción y se transforma en rutina. El poder ya no se conforma con ignorar. Quiere imponer su versión, eliminar el contraste, controlar el relato.

Por eso, la crítica es vital. No es un gesto de rencor. Tampoco un acto de rebeldía. Es un ejercicio ciudadano, un deber ético. Señalar el error fortalece. Callar ante la injusticia debilita. Quien critica con argumentos, lo hace por responsabilidad, no por enemistad.

Confundir crítica con deslealtad es una falacia peligrosa. Es condenar al país a la inmovilidad. Toda democracia real se construye sobre el debate. Sin disenso, no hay evolución. Penalizar el cuestionamiento es el primer paso hacia la tiranía. La historia está llena de ejemplos.

Defender el derecho a disentir no es capricho. Es proteger lo público. Es cuidar las instituciones. Es preservar la posibilidad de un futuro mejor. Amar la patria no es alabar sin condiciones, sino aspirar a su mejora constante. Eso exige valor, inteligencia y compromiso.

El poder necesita límites. Necesita escucha, autocrítica, y sobre todo, vigilancia constante. Quien gobierna debe entender que el silencio no es aprobación. Y que la voz que advierte no ataca: advierte para corregir, para prevenir, para construir.

El ciudadano que se atreve a hablar no destruye. Salva. Quien se arriesga a decir lo incómodo defiende la dignidad colectiva. Un país que castiga esa valentía, tarde o temprano, se quiebra por dentro.

Frente a la tentación del autoritarismo, la crítica es el único antídoto. No basta con votar. Hay que pensar, cuestionar, participar. Una sociedad madura no teme al desacuerdo. Lo entiende como señal de salud cívica. Como prueba de que aún existe esperanza.

La patria no se fortalece con obediencia ciega. Se engrandece con ciudadanos lúcidos, capaces de exigir cuentas, de defender la verdad, de rechazar la mentira disfrazada de orden. Sin crítica, no hay democracia. Y sin democracia, no hay justicia posible.







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