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COLUMNISTAS


Anto

Vladimir de la Cruz [email protected] | Miércoles 19 octubre, 2022


Probablemente las familias, de distintas maneras y formas, han tenido o tienen mascotas, y de todo tipo… Son una rica y deliciosa experiencia, especialmente para los niños, para su desarrollo, para inculcarles el cuido, el respeto y el cariño por los animales…nuestros parientes, cercanos o lejanos…

De colegial, a principios de la década de 1960, por una novia que tuve, me interesé por las palomas mensajeras, regalándole a ella palomas que nunca pudimos usar para enviarnos mensajes.

“Anto” fue una mascota particular que tuve a finales de la década de 1960 y a principios de la década de 1970. Estaba avanzado en la carrera de Derecho y litigaba. Tenía una Oficina frente al costado norte de la actual plaza de la Justicia. Mi padrinos legales eran Jaime Cerdas Mora y Rodolfo Cerdas Cruz, Abogados y Notarios, que firmaban mis documentos y escritos cuando era necesario, y me prestaban con absoluta confianza sus Protocolos. Así sobreviví esos años. Era usual que estudiantes de Derecho litigáramos de esa forma.

Uno de esos días mi buen amigo Miguel Sobrado Chaves, que andaba apoyando unos campesinos, en sus luchas, en la zona norte, me solicitó un favor legal para uno de esos campesinos. Le cumplí y satisfecho me dijo que el campesino preguntaba cuanto me debía. Le respondí que no era nada, que cumplía con el favor pedido, y lo hacía solidariamente con su lucha.

Le pregunté a Miguel, que a qué se dedicaba el campesino. Me dijo que recogía animales, culebras, especialmente, venenosas para la Universidad de Costa Rica, por lo que se me ocurrió decirle, más en broma que en serio, que le dijera a ese campesino, que me “pagara”, si así lo quería hacer, con una culebra no venenosa.

Efectivamente así lo hizo. Un día me avisaron de la empresa de trasportes, que viajaba a esa zona, que me habían enviado una encomienda. Voy a recogerla y mi sorpresa era que en una botella venía una culebrita Boa, de unos 25 centímetros de largo. Era brava, arisca la culebrita. Me la llevé a casa de mi madre donde vivía, en Barrio Córdoba. Allí la puse inicialmente en una macetera interior, llena de matas con flores, que tenía entre el cuarto de ella y el mío, en un patiecito pequeño, debidamente cerrado. El patiecito era como una vitrina.

A la par de mi cuarto tenía una pequeña Oficina, con un pequeño escritorio, y empezaba a desarrollar mi Biblioteca.

Brava era la culebrilla. Rápidamente la llevé a la Universidad. Allí conocí a Eduardo, que en el área de la Biología se encargaba, detrás de la Facultad de Medicina, como herpetólogo que era en ese momento, de atender estos animales. También tenía una culebra Boa, de muy parecido tamaño, lo que nos llevó a iniciar una larga amistad. Allí alimentaba, cada semana, a Anto, nombre que le puse a la Boa, con ratones, blancos, grises o negros, de los que se usaban para laboratorios. Cada semana comía más y crecía aceleradamente.

El nombre se debió a mi hermano Antonio, de origen venezolano, que empezaba a viajar con frecuencia a Costa Rica. Anto fue creciendo, y pasaba entre mis libros y la macetera. Yo estaba terminando mis estudios de Derecho, de Historia y mi tiempo de la lucha estudiantil e iniciaba mi condición de Asistente del Profesor Rafael Obregón Loría.

Cuando Anto tenía ya como medio metro de largo asombraba. Era mansa. Cualquiera la podía alzar, tenerla entre sus manos y “jugar” con ella. Mi hija Yalena, y mi prima Yma Yara jugaban con ella. Yma hasta dormía y hacía siestas con Anto… Anto creció y creció alcanzando casi dos metros de largo, y seguía muy campante y tranquila en la casa de mi madre.

Un día, al regresar mi madre de su trabajo, alrededor de las 6 o 7 de la tarde noche, al prender el televisor, lo primero que le sale es un Programa de Canal 7, el Club Millonario Philips, dirigido por Alberto Patiño, que tenía una gran audiencia, que justo en el momento en que empieza a verlo, iniciando el Programa, Patiño dice que la primera persona que le lleve la culebra más grande al Programa se gana un pasaje aéreo y ocho días, con todo pago, a Colombia. Canal 7 quedaba por la Estación de trenes del Pacífico.

Mi madre nunca había tocado la culebra. La Respetaba y aceptaba que viviera con nosotros. Esa noche Anto estaba en la macetera entre las matas. No se podía ver a simple vista. Ante el llamado mágico de Patiño, mi madre llama inmediatamente a una de sus mejores amigas, y luchadora social de sus tiempos, Dina Díez, que vivía a cien metros de la casa, le informa de lo de Patiño y le pide que la acompañe al Canal 7. Si mi madre nunca había tocado ni alzado la culebra, Dina menos. Mientras Dina llamaba el taxi para ir, mi madre tanteando, de noche, con sus manos entre las matas, encontró a Anto, la cogió, la alzó y la metió en una bolsa de manigueta. Anto en ese momento en tenía casi dos metros. No era una distancia larga de la casa y llegaron a tiempo.

Llegaron al Canal 7 y se encontraron, de concursante, a Eduardo, mi amigo, con su culebra. Las miden y gana Anto ligeramente por su tamaño. Regresan mi madre y Dina a la casa, felices con su premio. Cinco minutos después de que llegan a la casa, llego yo también y la escena que me encuentro es a mi madre y a Dina pegando gritos, de asustadas, de lo que habían hecho, coger la culebra, llevársela en taxi, participar en el concurso, ganar y regresar con la culebra en la bolsa de manigueta a la casa, y nuevamente ponerla en la macetera.

Años después, en la campaña electoral de 1998, en una ocasión que siendo candidato a la Presidencia, me invitaron al Canal 7, a alguna entrevista, me llevo la sorpresa de ver allí, la tenían en una pared, una foto de mi madre sosteniendo la culebra con sus manos en el concurso de Patiño.

El viaje no se hizo a Colombia. Mi madre vendió el “premio” para comprarme un escritorio. En esos días la Embajada Americana hacía una venta, por subasta, de muebles, por renovación, entre ellos escritorios. Allí lo compramos y todavía lo tengo, un escritorio de 1.70 metros de largo.

Me casé en 1972 con Anabelle y un año más tarde llegó mi hijo Lautaro. Todavía en 1973 Anto andaba conmigo. Anabelle la aceptaba.

Después de vivir un tiempo en casa de mi madre, empezamos a caminar por cuenta propia, hasta que llegamos a un Apartamento, que nos facilitó mi suegro, a la par de su casa, en la Uruca, cerca del Hospital México. Mi suegra, doña Martha, sabiendo de la culebra no le gustaba llegar al Apartamento. Una muchacha que contratamos para que nos ayudara en las labores domésticas, se nos olvidó decirle de Anto, y un día se encontró con la culebra saliendo de los libros, su lugar preferido entonces, pegó un gritó que pudo oírse tal vez hasta el Hospital, salió despavorida y no quiso trabajar con nosotros. En otra ocasión, trasladándome de San Pedro a San José, en bus, que venía lleno de gente, después de darle de comer ratones en la Universidad, yo de pie, con un maletín grande, con aberturas en los extremos superiores, donde venía Anto, sacó la cabeza sin darme cuenta yo. Cuando veo es la gente saltando de sus lugares y dejando campo alrededor mío donde me pedían que me sentara. El arquitecto Agustín Mourelos, buen amigo, quiso conocer la culebra. Llegó a la casa, entonces la de mi madre. La culebra estaba en el piso de la sala. Entró Agustín con sus hijas, y una de ellas llegó y la cogió como si fuera su gran amiga, de toda la vida. A Agustín casi le da un infarto… Muchas anécdotas y simpáticas tuve con Anto…

Hasta allí llegó Anto con nosotros. Era muy grande y Lautaro muy pequeño, todavía de cuna, que me dio miedo que por un descuido pudiera convertirse en un bocado de Anto. Le pedí a Eduardo, el biólogo, que si la podía tener en la Universidad. La recibió y allí poco tiempo después murió de una infección que se le produjo.

Cuando ya tenía a mis otros dos hijos, a Presbere, y a Tupac, Presbere se orientó por los estudios en Biología, y por un tiempo se entusiasmó por la herpetología, de manera que traía a la casa todo tipo de culebras, incluso venenosas. En la casa actual que vivimos, con mejores condiciones y una biblioteca gigante, allí de vez en cuando se le escondían, entre los estanteros de libros, las culebras que se le escapaban. Cuando me di cuenta que tenía venenosas le pedí que ya no las tuviera en la casa por el peligro que eso podía tener. Después de esto no volvimos a tener culebras.

Tupac se orientó por la piscicultura. Desde adolescente cultivó peces y extraños, que iba a traer a Guápiles, convirtiéndose en un tiempo en el “especialista” de esos peces que vendía a diferentes acuarios para sus clientes. El después llegó a tener grandes y preciosas peceras de agua dulce y de mar. Todavía en Estados Unidos cuando estudiaba tuvo una que era espectacular.

Mis nietos se han orientado por perros como mascotas y hasta un conejo y tortugas. En mi casa nos orientamos desde hace muchos años por los perros, que han sido nuestros amigos, compañeros y guardianes. Los que han muerto, excepto uno, los hemos enterrado en el patio. Por eso les he manifestado a mis nietos, y familiares, que los restos de mi cremación, cuando eso ocurra, los depositen, donde hemos enterrado a los perros, para continuar con ellos en su compañía y bajo su cuido.

Recientemente, mi nieto Marco, delante de su padre Tupac, me preguntó qué cuando me iban a “sembrar”, término que en otra ocasión había usado su hermano Julián. Le pregunté ¿por qué?, y me respondió “para que nos des frutos…” Así bellamente ven la vida y la muerte mis nietos.



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