Cómo crecer y no morir en el intento
Claudia Barrionuevo [email protected] | Lunes 31 octubre, 2011
Aunque los angustiados sean los jóvenes, que a esta altura del año soportan con dificultad el estrés, nosotros, los que convivimos con ellos, ¡ya no damos más!
Cómo crecer y no morir en el intento
Hay quienes dicen que los jóvenes “de ahora” son indolentes y poco reflexivos. No creo que sea así en todos los casos, no soy de las abanderadas del “todo tiempo pasado fue mejor” y estoy convencida que considerar que nuestra generación (la que sea) es superior a las nuevas nos hace ver más viejos de lo que podemos ser.
Muchos de ustedes han tenido hijos que se han graduado del Colegio o que lo están haciendo este año y saben que, para los que no son apáticos o indiferentes, el nivel de tensión que sienten durante este segundo semestre es insoportable.
Los menos tienen 16 años, la mayoría está en los 17 y un tercer grupo alcanzó la mayoría de edad. Todos sufren de una grave alteración hormonal.
Hoy, que los exámenes de bachillerato comienzan en todo el país, muchos estudiantes están angustiados, conscientes de que las buenas calificaciones en estas pruebas, más las de los cursos de décimo y undécimo año, son indispensables para obtener un cupo en las universidades públicas.
Esperan los resultados de los exámenes de admisión con una impaciencia propia de su edad. Muchos se angustian con la “terrible” decisión de “¿qué voy a estudiar?”, como si se tratara de un asunto de vida o muerte. La felicidad del resto de sus vidas parece depender de esa elección profesional.
Entre medio, el baile de graduación, el, ojalá posible económicamente, paseo de fin de año, las serenatas y el inicio de una vida adulta los distraen. Los enamoramientos o desenamoramientos empeoran su estado emocional. Si cumplen los 18 en ese lapso, la locura por tener cédula, licencia, nueva cuenta de ahorros y permisos múltiples los vuelve insoportables.
Ahí están, aquellas criaturitas que no podían separarse de nosotros y nos necesitaban para cualquier estupidez, decidiendo toda su vida futura. Uno las mira con congoja sin saber qué consejo darles. Y si aún recordamos cómo éramos a esa edad, solo sabemos dos cosas: que se van a equivocar y que se tienen que equivocar.
Uno querría quitarse de encima esa sensación de vértigo inherente al hecho de ser padres. Para las madres de hijas el reflejo es enorme, seguro como para los hombres con sus vástagos. No queremos que cometan nuestros errores y tratamos de prepararlos desde pequeños para que no repitan el esquema. Pero, al mirar atrás, hay muchas opciones que volveríamos a tomar a pesar de los pesares y del desgarramiento.
Y aunque, gracias a la experiencia que vivimos con nuestros hijos, tenemos la capacidad de comprender a nuestros padres, estamos agotados. Porque, aunque los angustiados sean los jóvenes que a esta altura del año soportan con dificultad el estrés, nosotros, los que convivimos con ellos, ¡ya no damos más!
Cuando mi hija Manuela era pequeñita solía decirme que yo era su mamá preferida. Yo me preguntaba: ¡¿dónde están las otras para que vengan a reemplazarme un ratito?! Todavía estoy esperando que aparezca alguna.
Claudia Barrionuevo
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