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Crucifixión

Vilma Ibarra [email protected] | Miércoles 30 marzo, 2016


 Alejo Leiva no murió como producto de un hecho delictivo cotidiano. No fue víctima de un bajonazo, o de un asalto o un robo. Es una víctima de la violencia machista

Hablando Claro

Crucifixión

Es como si se tratara del hijo propio. La inexcusable muerte de un muchacho de 21 años genera una lógica reacción de repudio y de ira en medio del dolor y la impotencia. Pero no puede quedarse en las exigencias de mayor represión policial. Simplemente porque en este caso, el asesinato no está relacionado con la ausencia de la autoridad. Tiene que ver con nosotros mismos. Con la forma en que tejemos nuestra convivencia y la manera inadecuada en que enfrentamos las diferencias: a gritos, a golpes, y a veces, a puñaladas o disparos que terminan en muerte. Que es cuando volvemos la mirada. Porque usualmente no queremos darnos por enterados de lo que sucede a nuestro alrededor. Simplemente porque queremos creer que le sucede a otros. Hasta que nos toca a nosotros mismos. Y justamente por eso es que la muerte de Alejo Leiva nos golpea. Porque nos toca de cerca. No es una muerte anónima o un suceso más. Es el rostro más crudo de la visibilización de la violencia que nos obliga a ver de frente la cara de la muerte sin sentido.
El asesinato de este joven tiene un autor material y la justicia cumplirá —esperamos— con su cometido de llevar a la cárcel a quien cegó esa invaluable vida. Pero no podemos obviar que hay muchos otros corresponsables de la ignominia. Alejo Leiva no murió como producto de un hecho delictivo cotidiano. No fue víctima de un bajonazo, o de un asalto o un robo. Es una víctima de la violencia machista. Esa que insulta, que patea, que no acepta un no por respuesta, que estima el vehículo como la extensión de su propia hombría, o que alardea de su condición de poder y mira con desdén a los demás, a aquellos “otros” que no son su grupo referencial o peor aún, que son antagónicos, porque tienen mucho o porque no tienen nada…
Hay en esta muerte —que se origina trágicamente en un hecho mísero que aún ni siquiera está totalmente establecido, pero que se advierte en los relatos reconstruidos a jirones en medio del silencio fuenteovejuno que reina— un enorme avistamiento del imperio de la desigualdad, la frustración, la indiferencia…
No es un atenuante. Es simplemente un hecho que salta a la vista. ¿Será por eso que los vecinos no hablan? ¿Será por eso que los policías privados no permitieron a los perseguidos entrar al bar a refugiarse?
Suena a muchos corresponsables que desencadenan en la terrible verdad de que ahora Alejo Leiva sea parte de la dolorosa estadística nacional que sostiene que el 45% de las muertes dolosas en el país ocurren a jóvenes entre los 15 y los 29 años de edad y que no son muertes relacionadas con la criminalidad. Son muertes de la violencia. De la incapacidad para relacionarnos y resolver nuestras diferencias de criterio. Son muertes de la insuficiencia de mecanismos adecuados de convivencia. Es decir, muertes de todos. Especialmente de los adultos mayores, que no estamos sabiendo enseñar con el ejemplo a nuestros hijos para que honren la dignidad de las personas, la dignidad de los otros. El valor de la vida.
Por eso, todos somos en algo responsables de la muerte vil y cobarde de Alejo Leiva Lachner.
Y por eso, esta descomposición no se resuelve solo con más represión y presencia policial. Se requiere mucho más que eso para recomponernos socialmente.
 

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