Defendiendo nuestros derechos
Vilma Ibarra [email protected] | Miércoles 19 agosto, 2009
Hablando Claro
Defendiendo nuestros derechos
En tanto consumidores, los ciudadanos debemos asumir responsabilidades que —precisamente por implicar el ejercicio de deberes y no solo de derechos— conllevan una inversión de tiempo, paciencia e hígado (sí, hígado) que muchas veces no estamos dispuestos a erogar.
Dicho en otras palabras, ejercer derechos de ciudadanía democrática desde la perspectiva de nuestra condición de consumidores, es un ejercicio casi siempre tan desgastante que la mayoría de las veces es más rápido, fácil y cómodo abandonar el reclamo de nuestros derechos vulnerados ya sea como clientes, usuarios o pacientes, que insistir en reivindicarlos.
El problema es que al desistir del ejercicio de nuestro deber de ciudadano-consumidor no solo abdicamos los derechos individuales que nos están garantizados por la Constitución y las leyes sino que —pero aún— no permitimos a la democracia desarrollar el músculo de sus plenas capacidades de protección, promoción y desarrollo de los derechos que nos asisten a todos. En otras palabras, la omisión de nuestros deberes ciudadanos afecta la consolidación de los derechos democráticos.
Esta reflexión es en realidad una autocrítica que me he venido haciendo en un esfuerzo por convencerme de que ejercer los derechos de consumidora (cliente, usuaria, paciente) a los que por tanto tiempo he renunciado simplemente porque siempre he creído que es mucho menos desgastante dejar las cosas en su lugar, darle borrón y cuenta nueva a una mala experiencia (o peor aún a un engaño o una estafa) es una posición no solo cómoda sino hasta cierto punto mezquina, pues en lugar de intentar cumplir a cabalidad mis deberes ciudadanos muchísimo más allá de votar en cada elección, dejar hacer y dejar pasar me convierte en una especie de ciudadana mediocre.
Por eso —repito— estoy tratando de cambiar mis viejos paradigmas.
Hace escasos tres años llegué a una estación de combustible con mi auto de diésel y sin percatarme, el joven pistero inyectó una enorme dosis de gasolina en el tanque del pobre carro que, por supuesto, a pocos metros de haber salido de la estación, empezó literalmente a convulsionar hasta que —intoxicado como estaba— quedó varado en plena vía pública. La historia es larga. Baste decir que el vehículo fue trasladado hasta el taller y a pesar del dictamen técnico de la agencia que constató la tal intoxicación con gasolina, el dueño de la bomba se negó a pagarme la reparación. Lo único que hizo fue despedir al pobre empleado. Y yo —fiel a mi viejo paradigma— opté por echarle tierra al molestísimo episodio y por supuesto, a pagar de mi bolsa el error de la gasolinera.
Hoy no. Hoy estoy empeñada en seguir el desgastante camino de lograr el reconocimiento de mis derechos como paciente-consumidora. Porque una cosa fue el “efecto adverso” que le produjo a mi carro el combustible equivocado y otra cosa mucho más delicada y traumática ha sido el efecto adverso que me produjeron dos medicamentos que me recetó un médico en el que un mal día yo deposité toda mi confianza. Y por supuesto también, mi dinero.
Que la democracia funcione depende de todos.
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