Eutanasia o cuando el destino nos alcance
Rodolfo Piza | Miércoles 05 agosto, 2015

Lo que corresponde es legislar para garantizar calidad de vida a las personas hasta sus últimos días, sin prolongar indebidamente una agonía, pero sin adelantar la muerte
Eutanasia o cuando el destino nos alcance
En la película Soylent Green (“Cuando el destino nos alcance”, en su versión castellana, 1973), Sol Roth, un viejo que vive en una ciudad futurista sobrepoblada, decide poner fin a su vida en un sitio llamado El Hogar, donde se le ayuda a morir en medio de música clásica y videos de praderas paradisiacas. Su amigo, el detective Frank Thorn (Charlton Heston), investiga lo que pasa con su cuerpo y descubre que la entidad encargada de ayudarlo en su muerte, convierte su cuerpo en una especie de alga comestible y comerciable, llamada soylent green.
Una vez superado el debate sobre la pena de muerte (por su inhumanidad y su ineficacia para combatir el crimen); el debate sobre la vida se plantea sobre el inicio de la misma: desde la concepción (o del óvulo fecundado), y al final de la misma: la muerte (muerte neurológica o cerebral, según la corriente mayoritaria). A este propósito, el debate se plantea sobre el estadio terminal y la decisión o no de luchar por la vida hasta el final, o de renunciar a esa lucha (propia del juramento hipocrático) y provocar el desenlace.
La Sala Constitucional ha reconocido el derecho a morir con dignidad (ver sentencia # 01915-1992), esto es, el derecho a recibir apoyo médico, farmacéutico e integral de atención del dolor (clínicas del dolor o de cuidados paliativos) en la etapa final de la vida. Ello, sin embargo, no es lo mismo que el “derecho a morir” y mucho menos el derecho de que otras personas decidan por nosotros cuándo debemos morir.
Es verdad que, normalmente, una persona puede materialmente poner fin a su vida, según su decisión. El problema de la eutanasia, sin embargo, se plantea ya no como decisión individual de suicidarse, sino como el “derecho de obtener asistencia para morir” antes de que Dios o la biología lo dispongan. Y, sobre todo, se plantea cuando la decisión sobre la muerte no la toma el titular, sino un tercero en su nombre, normalmente en situaciones de pérdida de conciencia (cuando el cuerpo se sostiene artificialmente con vida gracias a la medicina), o cuando se trata de un paciente con enfermedad terminal irreversible y de dolores severos. En esos casos, se afirma que la muerte se provoca “por piedad” (homicidio atenuado en nuestro Código Penal).
Algunos países y algunos sectores abogan por permitir legalmente la eutanasia, alegando el sufrimiento y la existencia de un derecho a morir e incluso, como el derecho de personas allegadas a decidir sobre la muerte “por piedad” de la persona afectada.
¿Y si es así, a quién le corresponde decidir? ¿A sus padres, a sus hijos, a su pareja, a su compañero, a su amigo? ¿Y si se beneficia de esa decisión como responsable de esa persona o como su eventual heredero? ¿Y si toma la decisión no para liberar al paciente del sufrimiento, sino para liberarse del suyo?
Puestos a escoger, lo que corresponde es legislar para garantizar calidad de vida a las personas hasta sus últimos días, sin prolongar indebidamente una agonía (sin acudir a medidas extremas), pero sin acortar ni adelantar la muerte de esa persona.
Morir antes de tiempo, aunque fuera con música y videos paradisiacos, no es morir dignamente.
Rodolfo E. Piza Rocafort
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