Hablando Claro
Vilma Ibarra [email protected] | Miércoles 31 octubre, 2007
Para los estudiosos de la geomorfología, la biología, la meteorología o la hidrología, el Parque Nacional Chirripó es un inmenso laboratorio. Para mí, el Chirripó y sus perennes compañeros como Crestones y Ventisqueros, representan una mezcla de sensaciones y sentimientos de bienestar y plenitud que superan por mucho los músculos adoloridos, el cansancio extremo y el intenso frío de sus heladas madrugadas. Chirripó es místico y emblemático. Es desafiante en el esfuerzo pero extremadamente generoso en la retribución de sus valles, páramos y lagos; en su bosque enano nuboso, húmedo y frío. Nunca he logrado sentirme más cerca del cielo como cuando he estado en sus cúspides. El Chirripó se eleva altivo por encima de cualquiera de nuestros hermosos parajes en quietud y reposo, como si se tratara de un lugar sagrado; el lugar de las aguas eternas como indica la traducción del vocablo indígena.
Confieso que la primera vez que me planteé el desafío de llegar hasta su cima, me invadió mucha ansiedad y tuve temor respecto de mi capacidad para cumplir el reto, aunque al lograrlo disfruté intensamente el regocijo y el legítimo orgullo del éxito y la victoria propios de quien logra el primer lugar de la competencia de su vida, porque como dijo, Lao Tse “aquel que logra una victoria sobre otro es fuerte, pero quien obtiene una victoria sobre sí mismo es poderoso”.
De modo que habiendo vencido mi sedentarismo de prácticamente toda la vida entendí que no hay límites cuando hay propósito, convicción, compromiso y determinación y que efectivamente el mayor competidor en la vida es uno mismo. Ciertamente hay pocas sensaciones tan gratificantes como sorprenderse positivamente con lo que uno es capaz de hacer, sobre todo cuando se ha estado convencido de todo lo contrario.
Creí entonces que al haber logrado la meta había puesto una marca en el libro de mi vida y que sería suficiente para darme por satisfecha.
Pero quien va a Chirripó —más tarde o más temprano— empezará a acariciar la ilusión de volver. Y como la vida me es generosa, me encontré de nuevo subiendo la montaña de las aguas eternas el fin de semana. Y esta vez, despojada de ansiedades y temores, acaso con un poco más de madurez, me rendí ante toda la plenitud y la realización que mi ser fue capaz de proporcionarme. Me rendí ante ese valle sagrado, donde uno se siente al mismo tiempo insignificante y grandioso. Poderoso y débil. Agitado y en reposo. Con deseos de llorar y con deseos de gritar. Abrazado por la brisa y sobrecogido por el silencio. Sobrecogido por la grandiosidad de esa tierra generosa ubicada en lo más alto del sur de nuestra América Central. Esa tierra bañada por aguas glaciares que dan cuenta de al menos 25 mil años de permanencia…
Y yo, en mi muy efímera existencia terrenal volveré a construir el sueño y la ilusión de ascender el Chirripó una vez más, porque como alguien dijo una vez “combatirse a sí mismo es la guerra más difícil, pero vencerse a sí mismo, es la victoria más bella”.
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