Hablando Claro
Vilma Ibarra [email protected] | Miércoles 19 diciembre, 2007
Nada como la inquietante espera de un vuelo retrasado para salirse de las propias cavilaciones y dedicarse al ejercicio de observación al que nos obliga el no tener qué hacer para matar el tiempo; tiempo que por lo demás discurre de manera particular porque constituye una especie de impasse entre lo que dejaste atrás y lo que habrás de retomar. Así es la vida: una serie de encuentros y despedidas. Un acoger, un dejar ir, un abrazar, un soltar, un reír, un llorar…
Estoy en el aeropuerto de Barajas. Es sábado por la tarde. Aparte de un pequeño contingente de españoles ansiosos de emprender una aventura tropical en nuestro país, hay una gran cantidad de rostros que se me hacen familiares y que sin embargo, sé que no son ticos. Muchos de los viajeros del 980 de Air Comet de Madrid-San José son hondureños y hondureñas que trabajan por toda España en tareas domésticas, en cafés, hoteles y restaurantes y forman parte de esa fuerza migrante enorme de “sudacas” como nos dicen a nosotros los latinos, no importa si uno es del centro, del sur o del Caribe.
Al cabo de dos horas de retraso estamos a punto de abordar. Y ahí de pie ante la escalerilla de la aeronave, todos dejamos de lado por un momento nuestras ansias, tristezas e ilusiones para observar la escena. Es una patrulla en la que se encuentra toda una familia. Papeles en mano, el oficial de la Dirección General de la Policía y de la Guardia Civil del Ministerio del Interior da la orden de ingreso para que antes que cualquiera de nosotros sean introducidos al avión el padre, la madre con el bebé en brazos y una pequeña niña. Otro hombre adulto también forma parte de la expulsión.
Me informo luego. A Simeón Díaz Prado de 25 años, su esposa Gabriela de apenas 21 y sus hijos Jessica de seis y Cristián de un año, los tuvieron desde el martes en el aeropuerto y van de regreso a El Salvador porque les fue denegada la entrada en frontera por “carecer de la documentación adecuada que justifique el motivo y las condiciones relativas a su estancia”. Ellos no entienden nada. Solo van en la última fila del avión sumidos en un profundo silencio. Pensaron que era suficiente con que la madre de Gabriela que tiene ya seis años de vivir en la península les enviara el dinero de los pasajes y pasaportes para poder emprender el sueño de Simeón de ser un albañil bien pagado porque en su país gana apenas $15 por una jornada de siete horas diarias. Pero el sueño ha sido truncado.
Qué paradójico. Los estudios dicen que España necesitará entre 4 y 6,6 millones de trabajadores migrantes de aquí a 2020 para hacer frente al doble desafío que le impone su baja natalidad y el ritmo de su crecimiento económico. Los mismos estudios también dicen específicamente que los albañiles tienen futuro en aquel país. Por supuesto, Simeón no conocía del estudio. Solo de su necesidad de un mejor futuro para él y su familia.
Lo cierto es que este es un juego de no acabar. Y mucho más que un juego: las migraciones constituyen uno de los tres grandes desafíos del tercer milenio. Gabriela no quiere pensar en nada que no sea olvidar esta pesadilla. Simeón dice que habrá de intentarlo nuevamente…
Y yo, estoy aún intentando percatarme cuán pequeñas resultan ser mis particulares angustias…
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