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La Arena de Verona

Humberto Pacheco [email protected] | Martes 21 julio, 2009



TROTANDO MUNDOS 153
La Arena de Verona

Teníamos solamente 7 años de edad y a la sazón cursábamos el segundo grado de la Escuela Lincoln, pero a cuatro compañeros ya nos gustaba juntarnos a la salida de clases, en casa de aquél cuyo papá tenía lo que en 1947 era una vitrola de espanto, a escuchar ópera. A algunos ese género musical nos cautivó para siempre y al menos el suscrito, no desperdició ocasión en sus andanzas para escuchar a los más grandes.
Sí tenemos que reseñar una ocasión que seguimos recordando porque nos impactó tanto en lo musical como en lo sentimental, fue la velada de los cien años de Covent Garden. Estudiábamos en Inglaterra y esa noche una amiga de nuestros padres, Margot Fontaine —que también era la más grande bailarina de Occidente— se dejó invitarnos a una velada tripartita para celebrar el centenario del famoso teatro, ocasión en la que ella bailaría como siempre lo hizo, a lo grande. Con esa invitación nos impactó para el resto de nuestra vida musical.
Comenzábamos nuestra vida universitaria y nos gastábamos una afición por la ópera que nos quemaba, por lo que vivir en Inglaterra brindaba innumerables oportunidades. Esa famosa noche, el programa que aún conservamos- en seda, arrollado a un palo y afianzado con el escudo real a ambos lados, consistiría de arias de una ópera inglesa interpretadas por el tenor inglés Jon Vickers; algunos bellos pasajes de ballet interpretados por Margot; y arias de una de las óperas de Bellini —I Puritani— revivida e interpretadas por la gran diva María Meneghini Callas, según algunos la más grande de todos los tiempos.
Llegados los años 70 conocimos la Arena de Verona. Allí escuchamos a Carlo Bergonzi, cantando Aida con la soprano norteamericana Martina Arroyo, desafiar a un avión de Alitalia que no parecía querer terminar de sobrevolar la Arena mientras el tenor cerraba el Celeste Aida. Todo el auditorio sostenía la respiración y Bergonzi, bajo la dirección de Francesco Molinari Prandelli, no tuvo más camino que darlo todo porque el célebre Director no lo dejó ralentar. Los caballos trotando en ese enorme escenario acabaron de redondear una experiencia exquisita.
Tras un intensa actividad musical que nos llevó a muchos teatros famosos en busca de escuchar a los más grandes, nuestro interés operático decayó, ó talvez se vio puesto en hold porque nos comprometimos demasiado con nuestra carrera de derecho. Lo cierto es que por muchos años abandonamos la ópera, hasta que una pareja suiza nos invitó con nuestra esposa a pasar el fin de semana en Verona.
Nuestros amigos consiguieron boletos para dos óperas; viernes y sábado asistiríamos respectivamente a Turandot y a Carmen. De antemano pensamos que nos habría gustado más el orden inverso, dado que la primera es un plato de fondo a la par de la ensalada que es Carmen, pero esas cosas no las decide el público. Sin más discusión emprendimos el viaje por tierra, ellos desde Zürich por el Túnel del San Gottardo, nosotros desde Klosters por el San Bernardino.
Turandot fue todo lo perfecta que puede resultar un presentación operática. La orquesta y su Director impecables; los cantantes todos excepcionalmente buenos, presagiando que la época de sequía que se venía dando alrededor de Domingo y Pavarotti, se acabó ya; escenarios espectaculares que aún seguimos saboreando con la imaginación; todo lo que fue el montaje, preciso y maravilloso. A ello súmese una ciudad de ensueño medieval en la que se come delicioso en Trattorias en las que los Maitre cantan, y lo demás, Carmen incluída, fue simplemente el postre. Tras más de tres décadas volvimos a Verona y la adrenalina fluyó sin parar hasta que volvimos a casa.

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