La educación pública en Costa Rica, ejemplo de amor y solidaridad
Marilyn Batista Márquez [email protected] | Lunes 30 marzo, 2020
No hay lugar a dudas de que la pandemia del Covid-19 ha cambiado la vida de millones de personas en el planeta. Al 27 de marzo los casos confirmados eran 576.867 y el número total de muertes ascendió a 26.455, según información de la Universidad Johns Hopkins. Analistas económicos pronostican que cerca de 25 millones de personas en todo el mundo podrían perder su empleo por causa de esta enfermedad.
Ante esta dolorosa situación que ha provocado muertes, toques de queda, escases de artículos médicos, cierres de empresas y el encierro en los hogares de miles familias en Costa Rica, hay un sector que me sorprende, el educativo.
Hoy me llegó la foto de la canasta básica de comida que le entregaron a los niños y niñas la dirección de la escuela Villa Bonita en Alajuela. Me conmovió. Arroz, frijoles, lentejas, leche, sal, latas de atún, zanahorias, papas y tomates asomaban en un paquete que parecía la bolsa humilde de Colacho.
Nuestro sistema de educación pública tan criticado y vilipendiado por algunos, en muchas ocasiones ha demostrado que más allá de su deber de enseñar, fortalecer valores, estimular la cultura y construir pensamiento crítico, es un ejemplo de amor y solidaridad.
En febrero de este año, más de un millón doscientos mil estudiantes regresaron a las aulas para iniciar el curso lectivo 2020, gracias al presupuesto de ¢2,6 billones que representa un 7,4% del PIB en nuestro país. Bajo la partida del Programa de Equidad, este año se presupuestó ¢257.605.97 millones para transporte a 164.225 estudiantes y alimentación a 837.355 alumnos.
Nuestro sistema educativo, además de ser el responsable de que Costa Rica sea uno de los países en América Latina con los índices más altos de alfabetización, cobertura educativa y gasto público en educación, es a su vez el más desarrollado de América Central.
Si bien es cierto que las prolongadas huelgas -injustificadas para algunos-, han afectado la imagen del sistema educativo en general, es mucho más lo positivo que recibimos de este importante grupo, responsable por muchas horas y cinco días a la semana, de la vida de nuestros hijos e hijas, nietos y nietas.
Es la infraestructura educativa la que abre sus puertas para albergar a decenas de personas afectadas por catástrofes naturales, como terremotos e inundaciones. La que sirve para recibir a las miles de personas que ejercen el derecho al voto durante las elecciones nacionales y municipales. Sus aulas fungen de teatro que ofrecen espectáculos artísticos cuando las comunidades carecen de espacios culturales, además de convertirse también en plazas públicas y mercaditos de verduras y frutas producidas por pequeños agricultores.
Ahora, en la crisis del Covid-19, las escuelas fungen como bancos de alimentos en sus zonas de influencias, en ausencia de los estudiantes que no pueden ir a los comedores, porque deben quedarse en casa para prevenir la enfermedad.
Son la gran mayoría de los miembros de este gremio los que nos enseñan que la ignorancia es el peor enemigo de un pueblo que quiere ser libre, que el aprendizaje es un tesoro que sigue a su propietario durante toda la vida y que una buena educación no solo tiene que enseñar cómo leer, sino cómo vivir en paz y solidaridad, especialmente en los momentos de carencia, aislamiento y zozobra.
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