Ni democracia populista ni liberalismo elitista
Miguel Angel Rodríguez [email protected] | Lunes 26 febrero, 2018
Disyuntivas
Ni democracia populista ni liberalismo elitista
Un largo peregrinar de la civilización occidental construyó la democracia liberal.
Democracia porque el gobierno está basado en la discusión inteligente, la regla de la mayoría y el cambio pacífico de autoridades por medio de elecciones libres. Liberal porque las personas son libres de actuar dentro de la ley y el gobierno está limitado por las reglas del estado de derecho: división de poderes, asignación de competencias, control judicial de la administración y legislativo de la política, el debido proceso, respeto a los derechos humanos, vigencia de las libertades públicas, la libre contratación y la propiedad.
Desde finales del siglo XX venimos viviendo, con creciente virulencia, los ataques a la democracia liberal que surgen de los populismos. Los populismos atentan contra el estado liberal aunque guarden la apariencia de la democracia. Forman una “democracia populista”.
Conocemos este peligro y sobre él mucho hemos discutido y mucho hemos experimentado: el chavismo y los socialismos del siglo XXI, Brexit, Trump, los populismos de Polonia, la República, Checa y Hungría y el surgimiento de partidos populistas en casi toda Europa y en la misma Costa Rica.
Ahora me ha llamado la atención un peligro en la dirección contraria, que no atenta contra el liberalismo sino contra la democracia como forma de expresión de la mayoría. Se atribuye el poder a elites, y se limita el poder de las mayorías, conformando un “liberalismo elitista”.
Claro que el estado de derecho al limitar al gobierno y consagrar la libertad de todos sin discriminación, constituye una barrera a la arbitrariedad de la mayoría para que la democracia no degenere en demagogia. Democracia liberal no es la expresión de los caprichos de la mayoría, exige equilibrio entre el poder de esa mayoría y los derechos de todas las personas y de las minorías.
Ciertamente muchas de las limitaciones a los gobernantes directamente electos que les impiden establecer y ejecutar las políticas que desearían mayorías circunstanciales, son indispensables para evitar que las mayorías opriman y discriminen a las minorías. Son la razón de ser que la democracia queramos que sea liberal.
Pero la crítica al “liberalismo elitista” va más allá. Recientemente el economista de Harvard Dani Rodrik ha señalado que la «democracia liberal está también siendo minada por una tendencia a enfatizar “liberal” a costas de “democracia”».
Rodrik señala que las autoridades en esos sistemas de liberalismo elitista están aisladas de su responsabilidad ante el electorado, de manera que se limitan las políticas que pueden ejecutar pues estas son impuestas por entes burocráticos, por reguladores autónomos, por tribunales independientes y por instituciones y convenios internacionales.
Rodrik presenta la tensión de la democracia liberal entre estas dos desviaciones de “democracia populista” y de “liberalismo elitista” como la confrontación entre los intereses de las mayorías y de las elites, prevaleciendo los del pueblo en la primera desviación, y los intereses de las elites en la segunda.
El tema no es tan sencillo.
Por una parte es fácil engañar al pueblo aparentando defender sus intereses con un líder populista que los conduce al caos: la democracia populista no representa los verdaderos intereses de la mayoría.
Por otra parte hay decisiones técnicas de enorme importancia para los intereses de la mayoría como el control de la inflación, que requieren delegar autoridad en entes técnicos. Así, hay limitaciones a la voluntad de las mayorías que evidentemente no representan un interés elitista contrario al bien del pueblo.
En EE.UU. y en Europa la crítica a la falta de democracia del estado liberal actual proviene en mucho de la oposición a las competencias técnicas conferidas a los bancos centrales, a organismos regulatorios protectores del ambiente, a las atribuciones de los organismos internacionales y a las limitaciones al actuar de los gobiernos nacionales que se determinan en los acuerdos comerciales. Se les achaca a élites y tecnócratas que en la conducción de esas entidades son indiferentes a las necesidades de la mayoría de ciudadanos de clase media y de menores recursos.
Entre nosotros el repudio a los partidos tradicionales refleja, al menos en parte, el disgusto de los electores a la respuesta de los gobiernos a sus preocupaciones y deseos. Y, ¿no será el traspaso de competencias hacia entes sin responsabilidad directa con el electorado, la causa de esa falta de respuesta de las autoridades electas? ¿Cuándo son válidas esas limitaciones? Es necesario limitar a la mayoría para que no oprima los derechos fundamentales de las personas que derivan de su libertad y de su dignidad, pero, ¿hasta adonde se debe llegar?
Le pasamos la conducción de la política monetaria al banco central buscando eficiencia técnica y parece conveniente haberlo hecho. Pero ¿será, igualmente conveniente haber trasladado el manejo de los transportes públicos y de la construcción de carreteras a consejos semiautónomos del MOPT y la definición de si cabe o no la reelección presidencial a la Sala Constitucional?
Buscamos que elites con conocimientos especializados tomen esas decisiones. Pero, ¿además de conocimientos especializados no tienen también esas elites intereses propios? ¿Será eso democrático o estaremos con ello debilitando nuestra democracia liberal? ¿Querrán los pueblos preservar la democracia liberal si les impone criterios contrarios al sentimiento de la mayoría?
Parece evidente que tratándose de nuestros valores tradicionales cambiarlos debe ser el resultado de convencer a la mayoría y no de la imposición de un grupo, aunque todo grupo debe tener el derecho de tratar de cambiar la opinión mayoritaria. Si eso es así, no es democrático transferir la competencia sobre los temas de familia a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Necesitamos que la democracia sea liberal, y también requerimos que el liberalismo sea democrático. No es fácil. En mucho ello depende de la confianza de la mayoría en el conocimiento y la honradez de las elites. También depende de la conciencia que tengan las elites sobre los derechos de la mayoría y del respeto de los técnicos a los intereses del pueblo. Solo se logra gradualmente, mediante un cuidadoso proceso de prueba y error en el diseño institucional que es posible en una cultura democrática y liberal.
El equilibrio entre el poder de la mayoría y el de las elites especializadas es indispensable para el buen funcionamiento de la democracia liberal, y es difícil de construir y de mantener.
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