Nombres que nos determinan
Claudia Barrionuevo [email protected] | Lunes 12 mayo, 2008
Claudia Barrionuevo
Mi abuela no quiso que ninguna de mis hijas se llamara Lucrecia. A mí siempre me gustó el nombre no solo por su sonido sino, además, por su fuerza, la cual —inevitablemente— está ligada a ese personaje mítico que fue la Borgia.
Para mi abuela Lilia el nombre es sinónimo de mala: su abuela Lucrecia —más loca que mala— habría tratado de asesinar a su familia, envenenado una sopa. Historias familiares.
Tampoco permitió que Manuela, mi primogénita, se llamara Juana Inés. Desde su ateísmo argumentó que ese era nombre de monja y aunque para mí fuera el de una de las más grandes poetisas hispanohablantes, reconocí lo trágico de su vida.
Buscando nombres castizos recorrí los bellos Soledad, Angustias, Dolores, descartándolos por el temor de que su significado marcara la vida de mis infantas.
Al final los nombres de mis hijas fueron escogidos por su padre y por mí a último momento y viéndoles las caras. Difícil decisión.
Mi hermana, embarazada de seis meses, aún se debate entre los designios familiares de su marido (abuelo, padre e hijo con el mismo nombre) y su escogencia personal.
Cada vez que una mujer a la espera de su hijo baraja nombres posibles, las razones que apoyan o rechazan la elección son múltiples y diversas: el significado, la moda, los personajes de ficción (en especial los de la tele), la tradición familiar, la religión, etc.
Aunque solo he tenido dos hijas, mi oficio como dramaturga me ha permitido bautizar a muchos personajes y siempre lo hago de manera consciente, no por casualidad. Pienso en el significado de cada nombre y como pudo haber influenciado en el desarrollo de la persona que invento.
Claro que en la vida real los nombres no determinan nuestras vidas. ¿O sí?
Hace unos días, manejando por la caótica ciudad para recoger a mi hija Valeria, hablaba por teléfono con una amiga sobre la desagradable situación que estaba viviendo otra.
Esta mujer se casó hace seis años muy enamorada. Al poco tiempo descubrió que su marido era gay, lo cual podría no ser tan grave: quienes hemos tenido amigos homosexuales sabemos que la convivencia con ellos puede ser muy agradable. El problema es que el casi ex esposo de mi amiga es misógino y estafador. Con gran dificultad emocional y luego de muchas agresiones, logró separarse de él e iniciar los trámites de divorcio. En medio del sufrimiento que le significó ese proceso tuvo la suerte de iniciar una nueva relación y su padre le regaló un terreno para construir su casa.
A pocos horas de firmar el divorcio y recibir las llaves de su nuevo hogar (lo cual, simbólicamente sucedería el mismo día), nuestra amiga se dio cuenta de que una gran suma de dinero que había solicitado como préstamo para terminar la construcción, le había sido robada por su ex por medio de Internet. El descubrió la clave, no tuvo reparos en embolsarse el dinero y ahora ella no puede hacer nada.
Por otra parte el novio, con excusas tontas cortó la relación en los mismos días de tanta tragedia.
Al terminar la conversación telefónica, mi hija Valeria me preguntó qué pasaba. Le hice una síntesis adecuada para su edad y al mencionar el nombre de la amiga en desgracia, mi pequeña recordó la novela que acaba de terminar de leer: la de un trágico personaje femenino que sufre una serie de desilusiones con los hombres que la rodean. Curiosamente mi amiga y el personaje comparten el mismo nombre. Tal vez sus padres la bautizaron así pensando en el romanticismo de la novela. Tal vez no. Pero algo de relación parecían tener las dos mujeres, la real y la ficticia.
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