Partidos políticos debilitados y segunda ronda
Miguel Angel Rodríguez [email protected] | Lunes 04 abril, 2022
Escribo este artículo antes de que se celebre la segunda ronda de nuestro proceso electoral. Costa Rica llega a este balotaje con muchos valiosos claros y algunos amenazantes oscuros.
Es la más antigua y consolidada democracia de América Latina. Junto con Uruguay son las únicas naciones de nuestra región entre las 21 catalogadas como democracias plenas por el índice de The Economist.
Pero sabemos que Costa Rica al llegar a este proceso sufre, al igual que muchos otros países, tiempos de pérdida de prestigio y estima por la democracia y el estado de derecho, de desconfianza con las élites, de fragilidad y fraccionamiento de los partidos políticos.
En la primera ronda participaron 25 candidatos a la presidencia y quienes ocuparon los dos primeros lugares que van a la segunda ronda solo obtuvieron un 44,06% de los votos válidos. Los cuatro candidatos que les siguieron obtuvieron un 48,41.
En este balotaje quienes se enfrentan gozaron directamente de un apoyo popular bajo y un tercio de quienes tienen intención de votar lo hacen contra un candidato. La campaña después de febrero ha sido principalmente de acusaciones personales contra el candidato opositor
Independientemente del resultado electoral de este 3 de abril estos hechos ratifican el gran debilitamiento de los partidos políticos.
Esto es grave porque en la democracia los partidos políticos juegan un papel central para facilitar la gobernabilidad y la cultura democrática.
Un partido político con vocación de gobernar, un partido de masas, requiere conciliar los intereses de diversos sectores del electorado: empresarios y trabajadores, campesinos y obreros, profesionales y amas de casa, mujeres y hombres, personas de diversas formaciones culturales, de diversos estratos sociales y económicos. Para ganar y poder gobernar con apoyo popular, el partido necesita representar diferentes intereses que se funden en el crisol de unos valores y métodos de acción comunes. Unos más de centro, otros más de izquierda o de derecha, aunque esa clasificación sea cada día más imprecisa.
Claro que también puede un partido representar intereses y valores que atraen a un grupo específico de la población. En un régimen parlamentario una representación minoritaria puede ser parte de una coalición de gobierno. En un régimen presidencialista, como el costarricense, su fracción legislativa es un instrumento de control de la acción de gobierno y promotora de proyectos concretos de su interés.
Diferentes factores han debilitado a los partidos de masas.
La tecnología y la urbanización nos han trasladado de la relación basada en comunidades geográficas integradas por personas con diferentes condiciones socioeconómicas, a la interacción deshumanizada con nuestros anónimos contactos en las redes sociales. Hemos perdido la seguridad de relaciones laborales duraderas. La familia nuclear estable es cada vez una menor proporción. Carecemos de certezas y nos guían los relativismos: en los conocimientos, en los valores y hasta en los hechos.
Este desarraigo crea desconfianza y acrecienta la incertidumbre, enoja a los pueblos. Se agigantan la emotividad y el odio y se debilitan la racionalidad y el amor. Se impone el hígado y no el corazón, tampoco la mente.
Además, ciertamente la ineficacia de los gobiernos, la corrupción y el aumento de la desigualdad abonan esa desconfianza, el desencanto, la incertidumbre, el temor.
En esas condiciones priva la defensa y la promoción de los intereses más directos, más sectoriales, más de grupo. Las uniones se dan en contra del otro. Se facilita el fraccionamiento de los partidos y su multiplicación. Aparecen personas que desean liderar y surgen partidos cascarones, vacíos de contenido que son solo instrumentos para inscribir candidaturas y atraer votantes. Las campañas se vuelven cada vez más personalistas.
Los partidos no tienen trayectoria y los que vienen del pasado la pierden en el maremágnum de sus luchas internas. Así es muy difícil ofrecer a los electores programas coherentes y presentar equipos que generen confianza por la capacidad profesional y la honestidad probada de sus integrantes.
El costo de este cambio es la elección de gobiernos con bajo apoyo popular y grandes dificultades para gobernar, lo que luego, a su vez aumenta el descontento de los gobernados.
Y esas condiciones se dan cuando el triunfador en las elecciones de este 3 de abril enfrentará graves problemas a medio resolver, y con negativas influencias externas.
Tenemos por delante: una situación fiscal delicada, agravada primero por la pandemia y ahora por la guerra en Ucrania; ineficiencia en la prestación de servicios públicos y niveles de pobreza, desempleo y de informalidad inaceptables; la necesidad de aumentar las ayudas sociales con más recursos que más bien han disminuido perjudicando a las familias necesitadas; la urgencia de incrementar la inversión en infraestructura para mejorar la productividad y el crecimiento.
Al mismo tiempo una mayor inflación y más altas tasas de interés en el extranjero y localmente afectarán negativamente el ingreso disponible de las personas. El aumento en el gasto social y en infraestructura y la necesidad de aplicar la necesaria regla fiscal a rajatabla obligan a hacer cambios estructurales de fondo en el aparato gubernamental.
Atender estos retos es políticamente difícil.
Las dificultades para el nuevo gobierno son muy considerables y dará inicio con un apoyo legislativo limitado, y un electorado enconadamente dividido. El debilitamiento de los partidos políticos nos ha conducido a esta situación.
Esta es la dificultad que se enfrenta en este balotaje. La esperanza es que la fortaleza institucional de Costa Rica la supere. Esa institucionalidad podrá prevalecer si TODOS actuamos de conformidad a la realidad de que Costa Rica es la casa común. El bienestar de TODOS depende de que gobierno y oposición y los diversos grupos de interés actuemos en procura de que los resultados del gobierno sean muy exitosos.
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