Plantada e iconoclasta
Alvaro Madrigal [email protected] | Jueves 25 junio, 2015

Elizabeth no vive para cruzarse de brazos
De cal y de arena
Plantada e iconoclasta
Elizabeth Odio Benito está entre las personas de mayor figuración en el espacio en el que relumbran los costarricenses que han ocupado altas posiciones en los órganos creados por el Derecho Internacional para ordenar la convivencia entre gobiernos y pueblos.
Miembro del Tribunal Internacional constituido para juzgar los crímenes de guerra en Yugoslavia, relatora especial de la subcomisión de las Naciones Unidas conformada para abordar la discriminación en materia de religión y creencias, ariete fundamental en el equipo profesional que condujo al Protocolo de la Convención sobre la Tortura, miembro de la Corte Penal Internacional con sede en La Haya y recientemente electa con un abrumador respaldo como jueza de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Larga y prolífica carrera no construida por el favorecimiento de las influencias políticas sino por la demostración constatada de su sobrada capacidad profesional y probada independencia de criterio, cualidades presentes en personas inteligentes y avalentonadas.
Así ha sido Elizabeth siempre, también en la política doméstica. De ahí que su paso por los ministerios de Justicia y de Ambiente y Energía al igual que por la Vicepresidencia de la República no haya sido un mero eslabón añadido a su cadena de servicios públicos.
Ni en el desempeño de la cátedra universitaria. Tampoco en la forja del derrotero político del país: cuando percibió los desvaríos éticos e ideológicos de su partido de nacencia, no titubeó y emigró hacia las corrientes que tomarían forma en aquella demanda de cambios que fue Renovación Democrática.
Inteligente, valiente, independiente, también iconoclasta en depurado sentido, nunca se ha andado por las ramas para llamar al pan pan y al vino vino. Así ha sido desde que la conocí en la Facultad de Derecho en tiempos en que allí se incubaba una nueva oleada de profesionales que no tardaría en posicionarse en la conducción del Estado, más de uno acomodaticio y pendejo como ya se evidenciaba que no sería Elizabeth Odio.
Con ella se reafirma que la trayectoria de los costarricenses jueces de la CIDH es virtuosamente ejemplar. Desde que con Rodolfo Piza Escalante, como su primer presidente entre 1979 y 1981, quedó sembrada la semilla que explica con hechos la pertinencia y virtudes de la Corte, a pesar de presiones y compadrazgos para convertirla en órgano alcahuete de las desviaciones de distintos gobiernos.
Llega en circunstancias incómodas pues su país ha estado desafiando los terminantes mandatos de la Corte en el tema de la fertilización in vitro y las prevenciones de expertos y relatores independientes de Naciones Unidas; su país también anida tendencias xenófobas, homófobas, antisemitas y racistas, como ella misma lo percibe.
Se topará con que la Corte, su Corte de ahora en adelante, se sofoca con un abrumador trabajo, restricciones económicas y burocráticas y con el reto para convertirse en un tribunal permanente capaz de atender debidamente y con celeridad la apremiante demanda de justicia ante más y más atropellos a los Derechos Humanos en el Hemisferio.
Pero Elizabeth no vive para cruzarse de brazos.
Álvaro Madrigal
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