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¿Ser derecho? ¿O estudiarlo?

Claudia Barrionuevo [email protected] | Lunes 21 noviembre, 2011



¿Ser derecho? ¿O estudiarlo?


Siendo muy joven, mi mamá, inspirada por la serie de televisión “Perry Mason”, decidió entrar en la facultad de Derecho. Pronto comprendió que, si bien le atraía la justicia, su vocación era la actuación y se dedicó a ello.
Perry Mason, famoso personaje de las novelas policiacas de Erle Stanley Gardner, fue el abogado que, interpretado por Raymond Burr, liberaba a todos sus clientes en casos de asesinato. Siempre, por supuesto, los acusados eran de verdad inocentes.
Seguí los pasos de mi madre. Y si bien nunca fui actriz, me vinculé al teatro desde mi adolescencia. Dos años después de sacar mi bachillerato en este oficio tan ingrato, y luego de un par de meses administrando el restaurante del Colegio de Abogados junto a Dionisio Echeverría y mi mamá, decidí entrar a la Escuela Libre de Derecho. Igual que ella, tenía pasión por la justicia, pero no necesariamente podía ser abogada. Estudié seis meses.
En mi vida he conocido personalmente más abogados que doctores, que políticos, que historiadores, que filólogos, que economistas. Creo, incluso, que más que teatreros. He tenido contacto con magistrados, jueces, fiscales, abogados de oficio, especialistas en derecho de familia y comercial.
Sin embargo no recuerdo haber conocido de manera personal a ningún abogado penalista. Los buenos son tan famosos que salen a menudo en los periódicos defendiendo a los “malos”. Y como “buenos” no me estoy refiriendo a su sentido de lo correcto sino a su extraordinario conocimiento de las leyes, su capacidad para armar una defensa excelente y su sorprendente argumentación para justificar los peores delitos.
Obviamente esos abogados fuera de serie, con los que cualquier acusado cuya libertad peligra quiere contar, deben cobrar una fortuna. Y con toda razón: la inteligencia, el análisis, la dedicación, el tiempo y el talento son muy caros.
Los penalistas se comportan como amigos de sus clientes y dan declaraciones por ellos. No necesariamente confirman la inocencia de los acusados pero desarman los alegatos de la fiscalía con argumentos complejos siempre basados en vericuetos legales.
No puedo negar que los admiro. Cuando llegan a los tribunales impecables, fríos, controlados, preparados para cualquier pregunta de la prensa y listos para enfrentar a los jueces, no dejo de sentir cierto respeto por su profesionalismo.
Ahora bien, gustarme no me gustan: en la mayoría de los casos defienden actos que van en contra de mis principios. Y tal vez también en contra de los de ellos, porque no todos pueden considerar que la corrupción esté bien, que robarle al Estado no sea grave, que el narcotráfico no provoque daños irreparables en nuestra sociedad, que la manipulación de la justicia sea sana.
Fanática de las series de televisión de abogados no recuerdo ninguna en la que el protagonista sea un penalista defendiendo a verdaderos culpables. Tal vez alguna en clave de comedia. Puede ser.

Claudia Barrionuevo
[email protected]

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