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Un Nobel merecido

Arnoldo Mora [email protected] | Martes 23 octubre, 2007


Durante la estación del otoño es ya una tradición que el mundo entero espere las designaciones a los premios Nobel en ciencias, literatura y el de la paz. Estos premios fueron creados por Alfred Nobel, un físico sueco que, a finales del siglo XIX, inventó el trinitrato de glicerino (TNT) compuesto químico con el que se hace la dinamita y que le permitió enriquecerse como gran empresario industrial. Sin embargo, al final de su vida su conciencia de buen luterano se vio carcomida por los remordimientos al constatar el daño que su invento estaba provocando en manos de los mercaderes de la guerra. Por eso creó el premio Nobel de la Paz. Se otorga a figuras públicas que hacen importantes contribuciones a la paz entre los pueblos, o a personas o instituciones que han dedicado su vida a promover obras humanitarias.

Si bien no todos los que han recibido tan noble galardón poseen los merecimientos para obtenerlo, pues en no pocos casos han sido las influencias políticas lo que ha contado más que los merecimientos reales, el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz este año al ex vicepresidente Albert Gore es muy merecido. La trayectoria del conocido político norteamericano ha provocado la admiración universal después de haber sido injustamente despojado de la presidencia, luego de haber ganado ampliamente las elecciones al actual mandatario. G.W. Bush llegó a la Casa Blanca no porque el pueblo lo eligiera, sino por un fallo ajustado de la Suprema Corte de Justicia y envuelto en una espesa nube de sospechas de haber perpetrado, junto a su hermano menor, un fraude en el estado de Florida.

Pero, lejos de hundirse en la desmoralización, Albert Gore se dedicó a una obra de concientización, usando los modernos medios de comunicación y la divulgación científica, para alertar a la humanidad, comenzando por la opinión pública de su propio país, en torno a las amenazas que se ciernen sobre la sobrevivencia de la especie por causa de los efectos negativos de la acción del hombre en el cambio climático. Gore, igualmente, se opuso con firmeza a la abominable aventura bélica emprendida por Bush en Irak y que ha llevado a su país al desastre político más grande después de la Guerra de Vietnam.

Pero un premio no solo se merece cuando se ha recibido con justicia, sino después de recibido cuando se demuestra que se está a la altura de lo que moralmente exige un galardón de esta naturaleza. Un premio no solo es un honor, es, ante todo, una responsabilidad, un compromiso moral por continuar y profundizar los ideales por los que se ha otorgado. Y eso ha hecho de inmediato el Sr. Gore al decidir que destinará los recursos que le fueron asignados, a continuar la lucha por la causa que le ha valido el premio.

La moraleja de este venturoso acontecimiento radica en el contraste entre el presidente fraudulentamente electo que hoy está a punto de concluir su mandato en medio del repudio universal y, en especial, de su propio pueblo como lo prueban las estadísticas de su popularidad notoriamente bajas y, el prestigio, igualmente notorio, de que goza su antiguo rival. Porque no es el puesto que se tiene, sino la dignidad con que se ejerce, lo que cuenta ante los ojos y la conciencia de los pueblos y lo que perdura en la memoria histórica.

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