Vergüenza profesional
Vilma Ibarra [email protected] | Miércoles 31 agosto, 2016
Para validar diariamente la honrosa licencia social que implica el privilegio de ser periodista, tenemos claras obligaciones que cumplir, límites que autoimponernos
Hablando Claro
Vergüenza profesional
Algunas consideraciones pragmáticas para el ejercicio ético del periodismo se aplican en primera persona: ¿Seré capaz de mirarme en el espejo después de publicar una nota? ¿Podré justificar lo que hice? Siempre es menester tener buenas razones para hacer lo que hacemos. Otra: ¿Qué valores aplico ante cada desafío ético que enfrento? Por ejemplo, la sencilla y milenaria regla de oro que me compele a no hacer a otros, lo que no me gustaría que me hicieran a mí o a los míos. Derivada de esta norma, va el insoslayable sentido de la compasión: ¿Quiénes y de qué modo resultarán perjudicados frente a una decisión de publicación determinada? No se trata de dar lecciones. Todos los que pasamos por los cursos básicos del oficio sabemos exactamente que hay principios que observar, que las sagradas libertades del ejercicio nuestro no son irrestrictas y que para validar diariamente la honrosa licencia social que implica el privilegio de ser periodista, tenemos claras obligaciones que cumplir, límites que autoimponernos. No se vale reclamar los derechos si somos incapaces de observar las obligaciones.
A la mayoría nos resulta difícil alertar a otros con respecto a los comportamientos antiéticos del desempeño de los propios colegas. Va en ello un falso sentido de solidaridad gremial que lleva al silencio vergonzante. Pero estoy demasiado grande como para obviar una responsabilidad que deviene en ineludible. Porque así como yo quisiera que un buen médico me hiciera ver el mal desempeño de otro galeno frente al quebranto de salud de un ser amado o del propio, igual coraje debemos exigirnos los periodistas para pedir un alto en el camino ante la degradación y la mala praxis que algunos de nuestros colegas están mostrando con tanto desdén para con el dolor de otros conciudadanos.
Lo que hacemos es un trabajo de curaduría social muy delicado. Y a veces, nos excedemos en nuestros enfoques, métodos y abordajes, a punto de desdeñar ese incuestionable respeto que debemos observar para con el dolor de quienes sufren. Y en ello no solo va el irrespeto a los derechos que asisten a las víctimas de hechos trágicos y sus familiares, sino a la sociedad toda. No vale decir que salió en las redes. No se puede escudar en que otro lo dijo o lo mostró primero. Cada uno debe asumir su responsabilidad. Cada palo aguantar su vela.
Y no es que este circo de morbo sea nuevo. Se trata de alertarnos socialmente de lo que somos y lo que hacemos torcidamente cuantas veces sea necesario. Estamos llevando demasiado lejos nuestras prerrogativas y nadie pasa exento por las pruebas de los desafueros. Ninguna democracia está vacunada contra sus excesos. Y tenemos que aprender a protegernos de nosotros mismos.
Adiós al impreso: Tras 21 años de tener este espacio los miércoles, esta es mi última columna en el impreso de LA REPÚBLICA. De ahora en adelante, estaremos en la versión digital. Confieso que para alguien de la generación del papel, es difícil darle paso a la avasallante modernidad. Hacer Hablando Claro en LA REPÚBLICA ha sido un gran privilegio. Para un periodista, el desafío de obligarse a asumir posiciones es siempre disruptivo. Hacerlo dos décadas atrás, fue además atrevido. Gracias a don Julio Suñol (q.d.D.g.) por haberme llamado. Y a Fred Blaser por haber hecho del absoluto respeto a la libertad de opinión un estandarte que me mantiene atada a este medio de comunicación. Aun cuando mis enfoques fueron en ocasiones críticos contra nuestro propio periódico.
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