Vericuetos
Tomas Nassar [email protected] | Jueves 22 noviembre, 2007
No más abrirse la puerta del avión, el olor y el sabor de Tiquicia: desorden e indisciplina. Otro vuelo desembarcando. De Miami, por supuesto. Chunchero de mano y tenis nuevas, completamente blancas, delatan a los viajeros de compras. El tropel, incontenible. Tranquilos, que el aeropuerto no lo cierran. Abrir las maletas esa misma noche ante los asombrados güilillas, los vecinos y, por qué no, los clientes de la ropa nueva de fábrica traída desde las bodegas de los importadores del downtown. Todo un derecho humano.
Una pareja corriendo a mi lado arremolinando cuanto se encontraban a su paso. Con cara de “venimos de Miami, ¿y vos?”, embutidos en un uniforme deportivo idéntico de “shores cortos y gorra blanca”. Por supuesto, una cosa es vestirse “Miami Vice” y otra parecer “Miami Máiz”, así con acento en la “a”.
Cincuenta o sesenta ticos me precedían en Migración. Los turistas se deben sentir en la gloria; esto es la jungla; la aventura apenas comienza.
Detrás de mí un barbudo gordo, gordote, con la víctima propicia de sus pésimos chistes. El panzón, especie de candidata a Tica Linda en pleno concurso, se esforzaba por saludar, en especial a los empleados del aeropuerto. “Diay qué, pinta, yo aquí otra vez, viajando”; “¿qué me diche pie, pura birra?”; “ah no, a vos no te saludo, te estás poniendo muy viejo, jajaja”; “diay, Mal Ejemplo, como van las güilas”.
Altiva, como gran señora, una joven funcionaria de alguna dependencia exhibía su orondo caminar de autoridad inapelable. Ya la había visto otro día pasando amistades sin hacer fila, por encima a todos los demás. Alguna vez, que le reclamé por esa práctica, se volvió a mí con gesto de Paris Hilton, carné en mano, desafiante: ¡sabe qué roco, aquí mando yo! Pues no me equivoqué. Vino hacia la enorme fila, llamó a su amiga, la hizo pasar por debajo de la cinta divisoria y tan campantes pasaron por Go sin dar la vuelta, no sin antes requerirle en mi presencia: ¿diay qué, me lo trajo el vestidito?
Un funcionario se me acercó generoso: “venga y lo salvo”. “No gracias, hago la fila, es que me enferman los colados”. “Diay, salao” sentenció y se fue a “salvar” a otros.
Pensativo en lo irrespetuosos y enemigos del orden que somos los ticos, dije sin querer en voz alta: “Africa mía”. Una gringuita de mediana edad, me volvió a ver con cara de terror recorriendo en un instante el entorno para garantizarse no haber tomado, quizás, el avión equivocado.
En la fila de los servicios especiales, medio mundo: inválidos de aeropuerto y altivos personajes de todo calibre, cada uno importante a su manera. Todos falsos, por supuesto. El ex futbolista me volvió a ver como diciendo “¿viste que arrecho que soy, me colé?”.
Al fin la Aduana. El panzón pesado fue invitado a abandonar la fila y salir del aeropuerto, sin siquiera dejar su equipaje en la máquina de rayos X. “Es piloto”, me dijo apenado el aforador cuando se percató de mi silente molestia.
Finalmente pude cruzar por la gavilla de recepcionistas gratuitos: “taxi”, “ocupa un celular”, “hotel barato”, “le llevo la maleta”, pensando en que mucho más que obras en el aeropuerto, necesitamos educación y autoridad, verdadera autoridad.
¡Africa mía!
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