Vericuetos
Tomas Nassar [email protected] | Jueves 13 diciembre, 2007
Tomás Nassar
Quien haya tenido la fortuna de vincularse personalmente con pacientes del mal de Alzheimer coincidirá conmigo en que esta, quizás como ninguna otra, es una enfermedad que causa profundas huellas en la familia y en el entorno de los pacientes.
Alguna vez, golpeado en lo más cercano por este mal degenerativo, me atreví a afirmar que contemplar la lenta partida de un familiar aquejado de esta dolencia, no dejaba de ser una enorme bendición de Dios. Descubrir la enfermedad, vivir cotidianamente sus diferentes etapas, despedirse paulatinamente, día a día, hasta el final, produce un nivel de intimidad que difícilmente se encuentra en otro padecimiento, porque a pesar de sus múltiples y dramáticas facetas, el Alzheimer es, en esencia, la enfermedad de la ternura; de la afección de la mirada bondadosa, perdida en la eternidad, de la sonrisa profundamente expresiva, de la mano que extendida hacia la nada seduce toda razón. Del abuelo que se nos hizo niño, como echando para atrás las manecillas del reloj de la vida, y que poco a poco, lentamente, se nos va, quizás, sin darse cuenta de cuánto queremos transmitirle que le amamos profundamente.
Dios quiso bendecir a mi familia doblemente. En ambos padres vivimos la alegría de percibir la dulzura de sus miradas profundas y de sus sonrisas cargadas de afecto que nos hicieron presumir que, en el fondo, percibían y gozaban, en silencio, de nuestro amor inmedible, nuestro más devoto regalo.
Dios nos consintió también poder satisfacer sus necesidades durante la preparación para la partida, lo que nos permitió asumir lo tremendamente difícil que debe ser la vida de los enfermos y sus familiares, cuando los recursos no son suficientes para atenuar el impacto de la enfermedad.
La confrontación con la realidad cotidiana del Alzheimer hizo que volcáramos los ojos a la situación de los ancianos que permanecen internados en hogares de acogida, en especial los más pobres del país, cuyas condiciones de vida son, para decirlo de la forma menos cruda posible, muchas veces aterradoras. Hemos encontrado, en la inmensa mayoría de los casos, muchas manos generosas, que se tornan escasas, ante la enorme tarea que demanda la atención y cuidado que requiere un anciano abandonado, en particular, cuando padece de alguna demencia senil.
Desde hace ya muchos años, decidimos no volver a gastar en regalos y tarjetas de Navidad para nuestros clientes y amigos, y en su lugar, y a su nombre, tratar de mitigar, de alguna forma, las enormes necesidades materiales de los ancianos de algún albergue de esos que sobreviven inexplicablemente en la más cruel de las pobrezas. Cuando iniciamos este programa, algunos de esos clientes apoyaron la iniciativa y aunaron esfuerzos de muchas maneras, lo que permitió resolver muchas de las carencias que impedían a nuestros “viejitos” tener una mejor calidad al final de sus vidas.
Hoy, sabemos que muchas empresas han seguido la misma senda y han logrado paliar, aunque sea en forma parcial, las privaciones materiales que la vida impone a decenas de ancianos desamparados.
Hay cientos de asilos de ancianos en esta la Costa Rica que ellos labraron y nos heredaron, que necesitan de nosotros. Un minuto de nuestro tiempo y una pequeñísima parte de los bienes materiales con que Dios nos ha regalado, podrían ayudar a darles un final feliz.
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