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Tomas Nassar [email protected] | Jueves 27 diciembre, 2007


En avión-Uno. Yo no sé si a ustedes les pasa lo mismo, pero ver a la gente que viaja en avión, en particular a nosotros los ticos, me resulta de lo más entretenido.

Es que la verdad, son tantas las cosas a que nos tenemos que enfrentar que hasta el más platino de los viajeros frecuentes se tiene que estresar: aeropuerto, avión, policías, inspectores, filas, revisiones, pánico, vacíos, ajústense el cinturón, que está lloviendo, que el vecino esta mareado (bolsita), la turbulencia, que si no llegan las valijas, que este chunche se mueve mucho, que la aduana.... No, si es de no acabar. Este trajín viajero puede hasta con el más pintado.

Yo no sé, pero a la mayoría de la gente le causa cosquilleo la idea de estar dando vueltas por el aire metido en un cilindro volador, que por ser más pesado que el aire, no debería ni siquiera despegar del suelo, pero que ahí va, cargado de gente, valijas y toda suerte de artilugios, instrumentos, provisiones, suministros, etc. La ciencia confronta la razón.

La cosa comienza desde días antes, con los preparativos y el estrés pre-traumático volador, pero la realidad se enfrenta cuando se llega al aeropuerto, específicamente a la fila de la aerolínea.

¡Qué gentío! Pose displicente que acredita fluidez en la experiencia. Los güilas de adelante pegando brincos y repasando a viva voz la lista de chunches que hay que buscar en el mall, en el outlet o, los más recatados, en el mercado de las pulgas.

Arrimar las inmensas valijotas al mostrador, livianitas, vacías, llenas de otras valijas, valijitas y maletines, propicios para el shopping. Banderita de Costa Rica en la agarradera, que somos tan ticos como el tamal.

“Next”. Llama el agente del mostrador. Aquí la transmutación es profunda. La partitura ensayada con anterioridad cede paso a la presión de las mil cosas que no se nos pueden olvidar y que hemos repasado mentalmente en la fila mientras esperamos viendo a los otros pasajeros, que nos preceden en la experiencia: “si me cobra exceso, que no tengo plata, lo siento”; “cuál impedimento, por qué, ya pagué la pensión, qué raro que no está en el sistema, esos de la Corte que son unos inútiles”; “que si está lleno es que tengo que viajar en ese vuelo y sorry con zorritos”; “que usted no sabe quién soy yo”; “que si el gerente no anda por ahí, digo, solo para saludarlo, es que es primo de mi vecino”; “que si por fa le queda un campito más adelante, no importa que sea en primera”.

¿Alguna vez se han puesto a pensar quién es la persona más poderosa del mundo? Olvídense de mister Bush y del teléfono rojo del Pentágono. ¡Nada que ver! Nadie tiene más poder en el mundo, que un agente de mostrador de una aerolínea. Con cara de suplicantes o de feroces ogros omnipotentes nos enfrentamos a alguien que muy profesional, frío e indiferente, decide nuestro destino personal y la suerte de ser inmensamente felices o profundamente desgraciados, con solo manotear el teclado de una computadora. “Eso dice el manual”. “Disculpe, pero su reservación no aparece y el vuelo esta sobrevendido”; “No señor, no hay espacio”; “tengo que cobrarle sobrepeso, usted está pasadito de libras”; “lo siento, no hay pasillo ni ventana, solo centro en la última fila y en asiento que no reclina”... o bien, si tenés mucha suerte: “le vamos a dar un ascenso de cortesía para que aprecie nuestro servicio en primera clase” y le entra a uno una risa nerviosa, no de incredulidad ni de agradecimiento, sino de pánico de que aparezca por ahí un ejecutivo pudiente, y lo manden a uno pa’trás.

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